Algunas veces las palabras no significan nada. Otras veces su significado se ha deformado con el paso del tiempo y con el uso inapropiado, de manera que algunas palabras acaban por apoderarse del significado de otras que, indefensas, van perdiendo poco a poco el sentido que las caracterizó cuando nacieron. En términos generales, la degradación de las palabras, su contaminación e incluso su desaparición, no son más que el reflejo final de un proceso, de una sucesión de acontecimientos que caracteriza a las sociedades que las utilizan.
En nuestra sociedad hay muchas palabras que han sufrido este proceso. Algunas muy rápidamente, a pesar (o justamente por eso) de que están constantemente en boca de quienes hoy día tienen la capacidad, el poder, de influir sobre la gente común: los profesionales de la política y lo profesionales de los medios de comunicación. Aquellos viven de estos, y estos de aquellos. Ambos se retroalimentan en una suerte de simbiosis que parece completamente imparable. Veamos un ejemplo.
Hace algún tiempo nuestro mundo fue gobernado por pequeños grupos de hombres que representaban sólo a una pequeña fracción de la sociedad, una fracción de la que formaban parte sólo los poderosos, los poseedores de la tierra, los nacidos dentro de algunas familias cuya sangre tenía su origen en las venas de los dioses. Aquellos hombres eran llamados oligarcas y su sistema de gobierno, oligarquía (una palabra griega que significa literalmente “gobierno de unos pocos”). Durante mucho tiempo los oligarcas dictaron la política y administraron justicia, pues se sentían depositarios de la voluntad de los dioses y creían que tanto la tierra como sus habitantes les pertenecían por derecho natural; por la gracia de los dioses.
Con el paso del tiempo hubo gente que hizo frente a los oligarcas con la palabra y la razón, dos armas que parecían cargadas de futuro y que llenaron con la luz de la esperanza los oscuros rincones de un mundo duro y difícil. Fue una luz intensa que cegó momentáneamente los ojos de los oligarcas y alumbró un sendero que conducía a un mundo nuevo caracterizado por la posibilidad de que muchos, y no unos pocos hombres encumbrados por su estirpe, comenzaran a regir el destino de los pueblos mediante un sistema de gobierno que no distinguía al oligarca del campesino, y que hacía a todos los ciudadanos iguales ante la ley, iguales en derechos y deberes. Los atenienses lo llamaron democracia porque en él es el pueblo quien tiene el poder. Del pueblo emana todo poder.
Los oligarcas se alarmaron y, desde entonces hasta hoy no han cesado experimentar toda clase de mecanismos para conseguir el poder que la democracia parecía haberles arrebatado para siempre. Comenzaron por organizarse en facciones o en partidos, y descubrieron que el único procedimiento que podría perpetuarlos en el poder era relativamente fácil: sólo había que dar dos pasos. El primero era transformar la democracia de los pueblos en la oligarquía de los partidos; el segundo que el pueblo sancionara con sus votos esta situación haciéndole creer que ésa es la única democracia.
A mi juicio lo han logrado. En efecto, el pueblo ha sido condenado al papel de un actor absolutamente secundario, que sólo refrenda con su voto a la facción o al partido que ha de gobernar. Mas con un voto que no es para el ciudadano, sino para el partido; con un voto que los sistemas electorales, hechos por los partidos a la manera de los partidos, corrigen, orientan, desprecian, suman, restan o multiplican, según las circunstancias. Las consecuencias son claras: en las Asambleas no se sientan ciudadanos elegidos directamente por el pueblo, sino sólo los designados por los partidos; los cargos públicos no están desempeñados por ciudadanos obligados a rendir cuentas ante el pueblo sino ante los dirigentes de sus facciones o partidos, de los que, en último término, depende su supervivencia como políticos.
Estamos gobernados por nuevos oligarcas que actúan como auténticos déspotas, pues han conseguido convencer al pueblo de que la democracia sólo es viable a través de los partidos, lo que ha propiciado que todos los ciudadanos nos hayamos convertido en rehenes; somos el botín por el que combaten a diario. La nueva oligarquía no necesita ya a los dioses. En un mundo como el nuestro son mucho más útiles los votos de unos ciudadanos que se han transformado, sin probablemente saberlo, en súbditos. Por eso un dirigente elegido democráticamente puede llegar a ser infinitamente más peligroso que un dictador, pues éste siempre corre el riesgo de ser depuesto por un pueblo que nunca lo ha votado. Aquel, sin embargo, posee un arma que nunca han tenido los tiranos, ni los reyes ni los dictadores: la coartada de los votos; la santificación de la democracia.
Estamos gobernados por una oligarquía política, que fomenta la existencia y la consolidación de algo que niega la esencia de toda democracia digna de tal nombre: la clase política; la clase de quienes siempre gobiernan, pues al cesar en un cargo público son nombrados (no elegidos) para otro. Buena parte de nuestros gobernantes es una casta propensa a olvidar pronto que la política debe ser una pura contingencia, un accidente, no un modus uiuendi. Manuel Chaves, Esperanza Aguirre, Alfredo Pérez Rubalcaba, Mariano Rajoy, José Bono y tantos otros son ejemplos claros de lo que intento explicar.
Estamos gobernados por una oligarquía cerrada, endogámica, ajena a todo pudor político, enrocada en una serie de privilegios e instalada en una práctica desleal que se basa en el ataque permanente al adversario, en la demolición de toda idea que provenga de la facción contraria, y en la invocación constante a la legitimidad que le otorgan los votos de los súbditos, sin los cuales quedaría al descubierto su verdadero rostro.
Oligarquía y democracia son, pues, dos términos cuyo significado se ha amalgamado, hasta el punto de que es muy difícil ya distinguir la diferencia entre uno y otro. Y no sucede sólo en el ámbito político: ocurre también en otros ámbitos de poder, especialmente en los medios de comunicación y en la justicia.
Pero, si me lo permitís, eso será objeto de otro artículo. No quiero abrumar a nadie con un texto excesivamente largo. Gracias a todos, de nuevo, por seguir ahí, por resistir los embates del tiempo y los estragos del cansancio. Quizá vuestro empeño por no dejar morir del todo LNMP nos devuelva a todos el eco de lo que fue, es y será siempre la libertad y la democracia.
Bernardo Souvirón Guijo
08/Marzo/2010